El Gran Guayo
Julio Martínez
La historia de El Salvador no recoge la de todos sus héroes, solo de algunos. Los más grandes no están ahí, y es una pena que por lo que sea, no se conozca, diga o difunda.
En diciembre del año ochenta y seis, después de tres duros meses a cargo del trabajo en la emergencia de la zona sur de San Salvador, como resultado del terremoto del diez de octubre, tuve que dejar la institución para la que laboraba (nunca entendí las razones, que pueden ligarse a un reciente evento de confrontación entre empleados y directivos). Creo que fue el día quince, exactamente. Pues, fui a casa dispuesto a quedarme unos tres meses descansando, tenía el dinero para hacerlo y la confianza de encontrar un trabajo en el momento que lo necesitara.
El destino juega “mica” con uno, y esa tarde-noche me llama un amigo, DIrector de una ong y me ofrece el cargo de director de promoción humana de su institución, aunque me negué en principio, me convenció: “comenzás mañana mismo”, desde luego aproveché, adiós a mis planes de descansar algunos meses.
Así conocí a gente de iglesia, grupos beneficiarios campesinos, otros técnicos, varios sacerdotes, en fin. Nueva gente con la que debía trabajar. Entre ellos a Nelly Rodríguez (o la hermana Nelly), hermana de sangre de Abraham Rodríguez, y oblata del Sagrado Corazón de Jesús, con quien había una coordinación para apoyar a la comunidad Sagrado Corazón, en Lourdes, integrada por varios refugiados y desplazados por el conflicto, y a quienes se buscaba fortalecer con formación agrícola y programas de salud, organización, educación, y acciones de contribución a la supervivencia (alimentos, ropa), acciones que solo se entienden en el marco del contexto de guerra del país.
Ahí conocí por primera vez a Guayo Jirón, estirado, alto, flaco, Don Quijote, a cargo de su familia, refugiado sin desearlo. Siempre pensaba como retornar a su lugar, ahí en las faldas del cerro de Guazapa, como dejar de estar pidiendo para sentirse mas valorado, mas responsable. No importaba que ahí en Sagrado Corazón hubiera casa, comida, cereal o milpa, el regreso a Los Almendros, entre Suchitoto y Aguilares, era una finalidad. Y así lo hizo, dejó atrás su liderazgo, su don de mando en la comunidad y regresó, ahí donde la operación Fénix se repetía, ahí en el sitio, donde muchas veces era guerrillero de la tarde a la madrugada y campesino padre de familia durante el día. Guayo, volvía a ser el gran Guayo.
A este flacucho me encantaba verlo comiendo sus cebollas moradas sin ninguna pena; cultivar todo lo que se podía en el territorio y ser la voz de la comunidad. El hombre educador y a la vez militar, el campesino y político, el líder querido. La guerra finalizó y Guayo asumió otros roles, entre ellos los que le demandaba el partido, que seguramente conversaba con sus hijos Idalia y Alirio, y su mujer, la guerrera Margarita.
De vez en cuando, por razones distintas, yo pasaba por Los Almendros e invariablemente pasaba a ver a Guayo, a quien encontraba haciendo alguna que otra cosa de tareas. Me mostró la montaña, los tatúes, los obrajes de añil atrás de su casa, y alguna vez me decía, “ese fulano no es buena gente”.
Alguna vez, sacaba debajo de su cama, un galón de chaparro, y bebíamos un par de tragos, es imposible aguantar mas de eso.
Hace como unos ´cinco o seis meses, pasé por ahí viniendo de Suchitoto, por alguna razón que no recuerdo. Oteé por si lo miraba y ahí estaba, cerca de su casa. Paré el auto y bajé a saludarlo, y lo ví extrañamente flaco. Hablamos, nos abrazos y nos despedimos. Me fui con la daga clavada, ¿Qu le pasa a este flaco que ahora parece que lo han tenido en ayuno?
Un mal día, su hija me manda mensaje: “debes venir a ver a mi papá, no está bien”. Pedí permiso en mi trabajo, sin decir para qué necesitaba ese permiso, quizá tampoco se entendería y no se me requería indicarlo. Lo fuí a ver y lo encontré acostado, aun mas flaco, cansado y sin fuerzas. ¿Quién te viene a ver papi? dijo Idalia, “San Julio es”, dijo Guayo, hablamos unos minutos, entendí que no estaba en posición de habla mucho, extrañé el trago de chaparro y me entristecí de saberlo como lo supe al Guayo. Entendí que no estaba bien, y que las esperanzas eran lejanas.
Nos despedimos, caminé al portón de la casa, mientras me acompañaba su mujer. Abrí la puerta y me volví donde Margarita, con lagrimas en mis ojos le dije: “no sé si vuelvo a ver a Guayo con vida, me da tanta tristeza”. Margara me miró y me dijo, con voz de lucha, con voz de cantante ranchera: “nombre, aquí va a estar, ya verás”.
Al día siguiente, por la noche estaba en la novena de la madre de otro amigo, ahí metido en un cantón en Ilobasco, ya había terminado la novena y estábamos hablando entre amigos, acompañados de la noche, los cigarros y un trago, faltaban cinco minutos para las doce de la noche del 19 de marzo, “mi papá nos dejó”, era todo el mensaje. De nuevo lloré por la trascendencia del Guayo Jirón, ese faro de luz de todos los cantones de la zona, que sigue existiendo en mi cabeza y a quien siempre ví como el héroe, ese de los muchos de los que nunca se habla.