Crónica de viaje: Mi visita a El Tlatoani en Tlayacapán, Morelos, México

Contracorriente
6 min readSep 8, 2018

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Crónica de viaje, Julio Martínez

Ya habíamos llegado al pueblecito de Tlayacapán. Cuando bajamos del autobús que tardo casi tres horas desde Ciudad de México en un recorrido que no debe pasar de ciento cinco kilómetros, mi trasero estaba casi dormido a pesar de la comodidad que tenía el autobús.

Cuando compramos los boletos del autobús “Estrella Roja de Cuautla”, que a mí me pareció adecuado pues me sonaba a Kremlin y Plaza Roja, nos dijeron que ese era el más rápido, no tenía idea de semejante mentira, pero me fui comiendo en todo el camino la “alegría” de semillas de amaranto, que cosa mas deliciosa.

Bueno, llegamos y Norma (una anfitriona excepcional) llegó en su vehículo para llevarnos –recogernos dirá un mexicano- hacia el apartamento que rentamos en la calle Narciso Mendoza.

Luego pues, a salir a ver la ciudad-pueblo después de instalarnos, darse uno cuenta que el pueblo era eso, un pequeño pueblo con mucho turismo, con un aire a Panchimalco pero con mucha más gente y colorido por todos lados.

Capilla, al fondo uno de los cerros que forman el macizo rocoso donde está, entre ellos EL Tlatoani

Llega la noche y a mirujear por ahí, tomar algún tequila y comer algún asado y luego buscar la cama para el descanso del viaje San Salvador- México-Tlayacapán, todo en menos de ocho horas de recorrido sin detenernos.

Ya habíamos acordado con Carlos de subir El Tlatoani, y él nos guiaría a un lugar donde habían “cosas arqueológicas”, arriba del cerro. Había notado lo vertical que sería la subida y solo pensaba en mi falta de forma física, en mi ausencia de ejercicio en los últimos tiempos. Pero no estaba la cosa para darle largas, así que cámara en mano, mis botas, mis pantalones cortos y a caminar hacia el oeste hasta pasar transitando detrás del Tempo de Nuestra Señora del Tránsito.

Parte trasera del Templo de Nuestra Señora del Tránsito

Seguimos la calle o camino de Tenanquiahui, puro balastre y tierra, hasta comenzar a penetrar en el Corredor Biológico del Chichinautzin cuya diversidad nos fue notable desde que comenzamos la caminata para subir, un clima distintivo, mucho más fresco, flora e insectos maravillosos, ahora sé que se han registrado ahpi 315 especies de hongos, 10 de anfibios, 43 de reptiles, 1348 de insectos y arácnidos, 236 de aves, 5 de peces, 785 de plantas y 7 tipos de vegetación. Una maravilla.

Chapulin

Pasamos por la casa estación de los científicos biólogos del Chichinautzin y seguimos hasta una pequeña verja, estábamos entrando al territorio de El Tlatoani. Esta palabra es traducida como Rey o Cacique, pero ese concepto era inexistente para los grupos originarios, mejor traducirlo como “El que tiene la palabra”, y eso me suena curioso pues en el contexto salvadoreño “El palabrero” es el jefe de una pandilla, o de una clica de pandilla de maras, ya sea MS 13 o Mara 18.

Luego de esa verja había un árbol de jocotes a los que Carlos llamó “ciruelas”, y muchos habían sido comidos por animales residentes. Le dije a Carlos que comiéramos hojas de jocote que en EL Salvador comemos con sal y limón y nos parecen deliciosas. Al principio no quería pero luego vió mi pericia para deshojar las ramas y se decidió, y me dijo que eran muy ricas, quizá como botanas para el licor fuerte, mezcal o tequila.

Jocote o ciruelas

En este mismo sitio había una cueva pequeña en la pared de la montaña, Carlos nos contó que habían petrograbados, pero la altura era mas o menos cuatro metros. Subimos a un arbol y desde ahí tomamos algunas fotos, a mí me parece un tlaloc.

¿Tlaloc?

Iniciamos luego la ascensión, sin saber cuanto más habría que caminar, los grillos (chapulines) estaban a la orden del día pues había muchos en el camino. De repente un claro luego de haber subido quizá unos cien metros y Oh maravilla, abajo estaba Tlayacapán, que nos ofrecía una vista sencillamente impresionante.

Tlayacapan, abajo

Seguimos subiendo entre piedras, hierbas, arbustos, sonido de lagartijas en el suelo, uno que otro insecto hasta que llegamos a una bifurcación y Carlos que me miraba el sudor y la angustia del cansancio me pidió decidir si seguíamos en una ruta fácil, menos pendiente o sí subíamos a nuestro destino, el sitio arqueológico. Claro que decidí de subir. ¿Cómo iba a perdérmelo?

Probablemente esta haya sido la parte más difícil de subir, todo de roca y todo hacia arriba, casi en noventa grados, serpenteando por esa montaña rocosa, que nos acogía de una manera fraterna, que me generaba mí particularmente un sentimiento de mucha paz, de mucha tranquilidad.

Miraba hacia los lados de la montaña y encontraba los zopilotes viajando lentamente y más allá de ellos, los diferentes pueblos que con la mirada alcanzaba a divisar. Pensaba también ¿A qué altura estaré? y creía que era demasiado, que era bastante. En mi imaginación había subido unos 600 ó 700 metros, pero no era así.

Sansón o Atlas

Seguimos subiendo, sin detenernos y sin descansar, mis casi doscientas libras no eran un obstáculo. Ladeando y de repente una enorme roca y una puerta triangular de hierro con rejas y un Cancerbero, un guardia que no era tal sino un miembro de la comunidad encargado del cuido del sitio, quien muy amablemente nos indicó que debíamos pagar algo para poder subir, que eso servía para el mantenimiento del lugar. Pagamos y la reja se abrió.

Pasadizo en El Tlatoani

Empezamos a penetrar en un pasadizo entre las rocas, unos diez metros y luego un claro de nuevo para seguir viendo las ciudades desde arriba, ahora empequeñecidas por la altura. Había un pequeño paso a orillas de la montaña, en donde Carlos me dijo “Debes tener mucho cuidado, porque si te vas, te despeñarás en la profundidad y no sabemos que pueda pasar”.

Creo que Carlos exageraba un poco porque si nos íbamos en esa pequeña saliente por donde estábamos caminando, probablemente nos detendríamos en algún lugar muy cercano, eso sí muy adoloridos.

Continuamos el ascenso y de repente empezamos a ver las diferentes estructuras que aparecían ante nuestra mirada, con escalas y en forma de terrazas que parecían estar hechas para probablemente servir como terrazas agrícolas y producir algún tipo de alimento para los señores que utilizaban el tlatoani como parte de su vivienda habitual.

Me preguntaba si efectivamente vivían ahí y cómo hacían para beber agua y tener sus alimentos diversificados. Me respondía inmediatamente que los que vivían ahí eran los más importantes y siendo los más importantes los otros servían a ellos y también llevaban el agua desde abajo subiendo por el cerro, al que ya estaban acostumbrados.

Llegamos a la cúspide de El Tlatoani y ahí las estructuras empezaron a asomar y mirábamos como desde arriba, la vista era impresionante y podía alcanzar a cualquier distancia desde el cerro, valles, montañas, otros pueblos.

Yo imaginaba cómo sería amanecer en la cima del cerro, cómo sería la salida del sol, cómo sería el atardecer también, que sonidos o silencios habría, cuáles pájaros y sin duda podía maravillarme de habitar el cerro.

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“Tus ojos en el camino, tus manos sobre el timón”

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